Hiendelaencina y sus minas

Hiendelaencina se sitúa en una alta planicie, entre los valles profundos del Caña­mares y el Bornova, muy cerca de este último. Surge en la vertiente sur de la sierra del Alto Rey, pico que se visualiza cercano al pueblo. Campos yermos, robledales, manchas de jara y algunos bosquecillos de pinos, con abundantes prados y pastizales conforman el paisaje que rodea a esta villa.

Algo de historia

Perteneció en su origen al Común de Villa y Tierra de Atienza, rigiéndose por su Fuero. En 1269 aparece citada en documentos como Loin del Encina (más tarde será nombrada Allende la Encina), y quedando luego adscrita al Común de Villa y Tierra de Jadraque, en su sesmo del Bornoba. Con él pasó a propiedad y señorío de don Gómez Carrillo, en 1434, por donación que de toda esta tierra hizo el rey don Juan II y su esposa a este magnate castellano al casar con doña María de Castilla. Como el resto de la tierra jadraqueña, Hiende­laencina pasó a poder del cardenal Mendoza, quien instituyó mayorazgo con el título de conde del Cid para su hijo Rodrigo, quedando en la casa del Infantado.

Siglo XIX

En esta centuria la villa preserrana conoció el inicio y apogeo de toda su prosperidad, al ponerse en explotación a gran escala las minas de plata que por su término se distribuyen, y que ya eran conocidas desde la época de la dominación romana.

Faltas de una utilización y trabajo opor­tuno, habían quedado muchos filones sin ser nunca aprove­chados.

Las minas de plata

La perspicacia y afán emprendedor de un navarro, don Pedro Esteban Gorriz, hizo que éste «descubriera» en 1844 el filón de Cantoblanco, creando una sociedad para su explotación, e iniciando ese mismo año la extracción del mineral en la llamada Mina Santa Cecilia.

Es curiosa la rela­ción de los siete valientes que forman esta Sociedad, porque está formada por gentes de muy variada condición y procedencia, unidos solamente por la fe en eso que estaban tan de moda en el siglo XIX: el progreso.

El 9 de agosto de 1844 quedó constituida esta primera sociedad explotadora en la que formaba parte como fundador el famoso Mateo Orfila, catedrático de química en París y autor de numerosos tratados científicos, a quien fue­ron enviadas las primeras muestras del mineral extraído, y que, al contestar afirmativamente respecto a su riqueza, dio el espaldarazo definitivo a tan magna empresa.

Se abre la tierra

Muy pronto comenzaron a abrirse nuevas minas y a lle­narse el subsuelo de Hiendelaencina de galerías. Así, a la Santa Cecilia siguió la Santa Teresa (segunda Santa Cecilia), los Tres Amigos, La Vascongada, Verdad de los Artistas, La Suerte, La Fortuna, Santa Catalina, La Perla, La Cubana, El Relámpago, Bonita Descuidada, San Carlos y otras muchas. A esa primera sociedad de amigos aventureros, sucedieron otras más organizadas y con fuerte capital a las espaldas.

En 1845 se fundó en Londres la Sociedad Minera «Bella Raquel» que estableció su fábrica y poblado de «La Constante» al norte de Hiendelaencina, en un agrio paisaje de pizarras y rocas baña­das por un arroyo, donde se colocaron a los obreros y sus familias en limpias casas, formando un poblado modélico, del que hoy quedan tristes ruinas.

Esta sociedad explotó sus minas entre 1845 y 1879, fechas entre las que entregó a la Casa de la Moneda de Madrid más de 300.000 kilos de plata limpia. Tenía «La Constante» no sólo viviendas y lavaderos, sino un hospital, un casino y un teatro, además de sus facto­rías.

Tras el paréntesis creado por el conflicto franco‑prusiano, la industria minera de Hiendelaencina volvió a conocer un nuevo momento de auge, quizás el más señalado, entre 1889 y el comienzo de la primera guerra mundial en 1914.

La población de Hiendelaencina se multiplicó enormemente, creando nuevos barrios residenciales, construyendo la nueva iglesia (1850) sobre la gran plaza Mayor, y llegando a rebasar el número de los 10.000 habitantes.

Eran «las Minas», como se le conocía habitualmente a este enclave, el segundo núcleo de población de la provincia. Durante la guerra europea de 1914‑18, todo se paralizó, y el tiempo y el abandono han hecho crecer las rui­nas más lastimosas sobre lo que antaño fue un emporio de riqueza.

Hiendelaencina hoy

Para el viajero de hoy, Hiendelaencina muestra una enorme y bien dispuesta plaza Mayor, con un monolito senci­llo donde se recuerda el nombre de Pedro E. Gorriz, y su trascendental descubrimiento.

Una serie de calles amplias, con el edificio de finales del siglo XIX, abandonados en su mayo­ría, que hablan de la prosperidad pasada.

Y una iglesia parro­quial construida entre 1848 y 1851, de gran capacidad, una sola nave, sin nada digno de mención en su interior, y con una traza y torre muy características, pues está construida con diversos tipos de pizarra que le dan un llamativo tono de entremezclados rojizos.

En su término, y yendo a través de un mal camino desde la carretera que sube a Robledo y Atienza, se encuentran las melancólicas ruinas de la colonia «La Constante», curiosas de visitar, con muestras significati­vas de la arquitectura del hierro en la segunda mitad del siglo XIX.

Merece destacarse también la celebración de «La Pasión Viviente», en Semana Santa. Y el recién abierto de “Museo de las Minas” que muestra en diversas salas la evolución de “Las Minas” y sus mil detalles.

hiendelaencina y sus minas de plata