García Marquina, un hombre de libros

Ha fallecido Francisco García Marquina, junto al Henares, por donde viajó mirando y fijándose. No es el momento de hacer su biografía. Que, en todo caso, y como la mayoría de las de los escritores, es lineal y sin sobresaltos. Nacido en plena guerra, no le quedó recuerdo de ella, hasta que algunos se la fueron recordando, cada vez con más insistencia. Vivió en la paz, hizo estudios de periodismo, y de biología. Vivió de cuidar truchas, de darlas de comer, de protegerlas de enfermedades, de hacerlas felices en las aguas de unos estanques y acequias en su molino de Caspueñas, en el valle alcarreño del río Ungría. Escribió en periódicos, algunos artículos, y enseñó a los jóvenes, la esencia de la vida.

Amó a sus mujeres, una tras otra, y a sus hijos. Dio su conversación, prestó sus ideas, y distribuyó sus poemas a cuantos amigos quisieron pararse junto a él. Viajó por España, por los viejos caminos, buscando huellas de hombres sabios y esencias de pálpitos remotos. Fue alcarreño militante (de quereres y saberes), fue también serrano (de honor, el pasado año) y fue campiñero porque quiso vivir junto al sonar del Henares, donde el 7 de enero de 2022 le llegó la muerte, que nadie pudo parar. Ahora la provincia de Guadalajara (las gentes que en ella saben valorar el esfuerzo y la constancia) quiere rendirle el aplauso merecido. Sonoro, sincero, emocionado.

De sus escritos, muchos poemas arracimados en libros (premios varios, entre ellos el Aldebarán y el Cátedra Ramiro de Maeztu, del Instituto de Cultura Hispánica. Aquí, el “Camilo José Cela” por aquel maravilloso “Nacimiento y mocedad del Río Ungría”, el “Gálvez de Montalvo” de poesía, y el “José de Juan-García” de periodismo. Pero sobre todo tuvo el don de la palabra, de la inteligencia comprensiva, de la humanidad humorística, del saberse y conocerse a sí mismo, y concederse la indulgencia irónica de sobrevivir en un mundo de envidias y desaires.

A Camilo José Cela le conoció muy bien: a su obra y a su vida. De tal modo que escribió un libro con su biografía que resulta, se verá siempre, como una monumental obra biográfica, cuajada de saber y buen decir. Ese “Cela, retrato de un Nobel” será para siempre su obra magna. Aunque detrás hayan venido otros estudios sobre su libro “Viaje a la Alcarria”, sobre sus visiones de España, sobre sus anécdotas y vivencias compartidas. 

En la poesía, quedará como referencia de la poesía esencial en castellano del siglo XX su “Morirse es como un pueblo” o los “Poemas morales”. Un total de 22 poemarios publicó en vida. Más sus libros de viajes, encabezados por el recorrido del Ungría, siguiendo por la senda del río de las cien fuentes (Cifuentes) y acabando en el Henares, paso tras paso. Construyó historias, como la de Yebra, y recogió la memoria de los viejas fortalezas medievales en su “Guía de los Castillos de Guadalajara” (1980). Tantas páginas, y tan bien escritas, que vienen ahora en su ayuda, en este momento en que el corazón se para, y la percepción se anula. Es la muerte, amigo Paco ¿a que ni te has enterado? Vino súbita y ya estás paladeando el viejo dicho ciceroniano “no quería morir, pero no me importa estar muerto”. Tu obra es lo que queda, y lo que nos consuela. Tu recuerdo de hombre amable, de amigo sincero, de orador inteligente. Por eso ponemos sobre tu nombre, o bajo tu retrato, el epitafio que más te cuadra: Non obbit, abiit. No murió, se fue.