Peñalver

  • Peñalver presenta una bella estampa a quienes llegan desde la meseta alca­rreña, pues el caserío se distribuye, tendido, por la empinada ladera de un cerro orientado a levante, Peñalver constituye un conjunto de cuestudas calles, de rincones y pasadizos, de largas calles evocadoras. Se asienta en el inicio del valle que alberga luego a Tendilla, cerca de donde nace el arroyo de este nombre, en un paraje de agreste domesticidad.

Existía ya en el siglo XII, y la tradición dice que pertene­ció en señorío a doña Berenguela, madre de Fernando III el Santo, señora que fue de Guadalajara. Lo cierto es que, desde un principio, este lugar fue de la Orden Militar de San Juan, y cabeza de Encomienda. En el siglo XIII era su comendador Don Esteban. Esta encomienda de la orden sanjuanista se formaba con los lugares de Peñalver y Alhóndiga, y sus vecinos se regían, en un principio, por el Fuero de Guadalajara, y posteriormente, en 1272, el capítulo de la Orden concedió fuero propio al lugar de Peñalver y a sus vecinos. El comendador tenía su residencia en el castillo, situado en lo más alto del cerro, sobre el pueblo. Fueron comendadores de Peñalver, entre otros, don Juan de Zomorza, mediado el siglo XV, y don Alberto de Lago, a comienzos del XVI.

Perteneciendo todavía a la Orden de San Juan, en la primera mitad del siglo XVI, Peñalver se hizo villa, con justicias y regimiento propio. Prueba de ello es la picota que todavía existe a la entrada del pueblo, en el camino de Tendilla.

En 1552 fue vendida la villa a don Juan Juárez de Carvajal, obispo de Lugo, hombre de reconocido prestigio en las letras y ambos dere­chos. Murió siendo prebendado en la catedral de Toledo, y con su inmensa fortuna, las villas de Peñalver y Alhóndiga, y doce mil ducados, fundó un mayorazgo en la persona de su hijo don Garcia Juárez de Carvajal. Los impuestos que padre e hijo intentaron sacar a los peñalveros, y su régimen despótico y poco respetuoso con los vecinos, hizo que estos siempre mantu­vieran pleitos contra sus señores. La familia siguió, durante varias gene­raciones, en posesión del pueblo, pasando después a otras familias en virtud de casamientos, entre ellos al marqués de Almenara, y al duque de Híjar, quien la tenía en el siglo XVIII, poco antes de la desaparición de los señoríos.

Poseyó el pueblo un castillo y una muralla que cercaba todo el caserío. Del primero solo quedan leves restos en lo más alto del cerro sobre el que asienta la villa. Hoy está convertido en cementerio, y se pueden visitar las raíces de sus anchísimos muros, y algunos gruesos pare­dones, restos de sus torres. El castillo, tanto por su posición, como por las descripciones de antiguos cronistas, debió ser muy bello: todo su recin­to se componía de muralla almenada, con grandes torreones cúbicos en las esquinas, y una torre del homenaje de mayor envergadura. De la muralla que cercó al pueblo, solo levísimos restos quedan, especialmente de las dos magníficas puertas que daban entrada a la villa por sus extremos norte y sur, corriendo de una a otra la larguísima y sinuosa calle Mayor, cuajada de casas de añejo carácter alcarreño.

Ante la puerta norte, de la que queda un compacto muro de mampostería, se alza el rollo o picota, símbolo de villazgo. Es una alta columna cilíndrica de piedra, rematada en varias molduras, con un par de tallados escudos de la Orden de San Juan. Ante la puerta sur, de cuyos arcos se ven los arranques en las casas adyacentes, se situa una antigua y gran fuente.

En el centro del pueblo quedan los leves restos de la que fue primitiva iglesia, de estilo románico, cuya advocacion era Nuestra Señora de la Zarza. Dice la tradición que fue de templarios, pero lo más probable será su construcción, en el siglo XII o XIII, por los caballeros de San Juan, señores del lugar. Solo quedan los basamentos de su semicircu­lar abside, que hasta hace poco estuvo coronado de canecillos y modillones.

Destacando sobre el resto de las construcciones de la villa, se alza la monumental iglesia parroquial, dedicada a Santa Eulalia. Es un edificio construido en el primer cuarto del siglo XVI, de robusta estructura, en el exterior presenta de interés la gran portada principal, orientada al sur, en la cual aparece, bajo un arco escarzano, todo el paramento cuajado de tallas. En lo alto se ve, la Virgen con el Niño adorada de ángeles; dos medallones con bustos de San Pedro y San Pablo; y a lo largo de toda la portada una interminable y magnifica serie de frisos y pilastras cuajados de grutescos, roleos, escudos, conchas y símbolos de peregrinaje santiaguista. La puerta presenta una valiosa guarnición de clavos y alguazas de la misma época, y en su cancel interior aparecen unas cerrajas de forja. En la pared norte se abre otra puerta, mas pequeña, de sobrias líneas rectas, tambien renacentista, aunque algo posterior. El interior del templo es de tres naves, cubiertas de valiente crucería goti­zante, sujeta de haces de columnas adosadas, todo ello conformando un conjunto armónico, tan propio de los comienzos del siglo XVI, en que el modo gótico se entremezcla al naciente plateresco.

Cubriendo el paramento del fondo del presbiterio, apa­rece el gran retablo, obra magnífica con pinturas y esculturas, realizado por artistas desconocidos en el primer cuarto del siglo XVI. Se conserva en muy buen estado. La estructura de este retablo es todavía gótica. Tres cuerpos hori­zontales y una predela inferior, se parten por igual en cinco calles, la central a base de trabajo escultórico, y las cuatro laterales, simétricas, con pintura sobre tabla. Cubre todo el conjunto un guardapolvos que arranca desde el pirmer cuerpo y modela el calvario cimero: es un guardapolvos que se decora con motivos claramente renacentistas,a base de grutescos, y que alberga a trechos emblemas de la Pasion de Cristo. Rematando cada pintura, doseletes goticos finamente tallados. La separación de las calles se hace a base de finas columni­llas góticas, rematadas en pináculos sencillos, y albergando a trechos algunas pequeñas estatuillas. En la predela aparecen parejas de apóstoles; en el pirmer cuerpo, y de izquierda a derecha se representan la Resurrec­ción de Cristo, la Asunción de la virgen, la Epifanía y la Pentecostés, todas ellas de extraordinaria factura. En el segundo cuerpo, escena de apóstoles reunidos; la Anunciación, la Última Cena y dos parejas de santos y santas de dificil indentificación. Y, en el tercer cuerpo de pinturas, en el mismo orden aparecen diversas escenas, de dudosa icono­grafia, debido a su altura y poca luz que les llega: parece tratarse de una Natividad, una Flagelación, y la tercera es, con seguridad, el episodio de la Circuncisión. En la calle central, dos tallas valiosas se contemplan: arriba, un Calvario policromado; un poco más abajo, una extraordinaria talla en alabastro sin policromar de la Virgen del Rosario, de puro estilo renacimiento.

En el término del pueblo se ven todavía algunas antiguas y sencillas ermitas, y ya en la caída de la meseta hacia el valle de Tendi­lla, junto a la antigua “carretera de los Lagos”, se pueden visitar las ruinas de lo que fue gran convento franciscano de La Salceda. Dice la tradición popular que en aquel lugar, en una noche de tormenta, se apareció la virgen María a dos caballeros de la Orden de San Juan, que se habían perdido, y a sus llamadas de auxilio acudió, en forma de pequeña imagen posada sobre un sauce. Allí se construyó una ermita, y dos siglos después, en 1366, fray Pedro de Villacreces, se asentó allí para construir un con­vento, el primero de la reforma franciscana en Castilla. Poco a poco fue tomando incremento, y en los siglos XVI y XVII este monasterio llegó a ser riquísimo, muy poblado de frailes, y custodio de importantes obras de arte. Entre ellas podían contarse la iglesia y claustro, materialmente tapizados de grandes paneles de cerámica talaverana representando escenas de la vida de la Virgen. O la gran capilla de las Reliquias, edificio cilíndrico, de alta cúpula, del que aun se conservan hoy importantes restos, y que mandó construir en el siglo XVI don Pedro González de Mendoza. En él vivieron fray Francisco de Cisneros, que fue su guardian a finales del XV, y San Diego de Alcalá, entre otras figuras cumbres de la Orden. Sus ruinas son evocadoras y tristes. Su historia, larga y gloriosa, hoy vacía de resonancias.

En el folclore de Peñalver destaca su fiesta de la botarga de San Blas, en la que, durante el dia 3 de febrero, recorre las calles de la villa un curioso personaje cubierto con vestimenta multicolor y máscara, que se dedica a asustar a la chiquillería y a pedir limosna en especie, sobre todo miel y embutidos, para con lo obtenido ayudar a la celebración.

Para saber más de Peñalver hay un par de libros imprescindibles.

El primero de ellos es «Peñalver, memoria y saber» que escribieron en 2006 José Luis García de Paz, José Ramón López de los Mozos y Antonio Herrera Casado. Aache Ediciones. Colección «Tierra de Guadalajara» nº 58. Con todo lo que quieras saber sobre historia, paisajes, personajes, arte y arqueología, costumbres, etc.

El segundo se debe a la pluma de Doroteo Sánchez Mínguez, una gran conocedor del lugar, de quien existe este libro lleno de curiosos datos especialmente etnográficos y sociales: Peñalver en mi memoria, de 2006, con 366 páginas.