Garcia Gil
Manrique, por Antonio Herrera Casado | Semanario Nueva Alcarria, 13.09.2002
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En la semipenumbra de la iglesia de El Pobo de Dueñas, en el Señorío de
Molina, a la que se entra por semicircular arcada ornada de bolas
adheridas a las arquivoltas (parece románica pero no lo es) se ven
retablos, lamparillas, cristos sufrientes y, en el muro del brazo norte
del crucero, aparece tallado y pintado de colores un obispo tumbado todo
lo largo que es, con su mitra y su báculo, sobre losa en la que aparece
un escudo de armas timbrado del capelo episcopal. Es la tumba de don García
Gil Manrique y Maldonado, segundón del linaje de los Manrique, que venían
nada menos que del primer señor de Molina, don Manrique de Lara. El
padre, con palacio y tierras en El Pobo, cedió el mayorazgo a su primogénito,
y al segundo le mandó a hacerse eclesiástico. Y no le fue mal del todo.
Porque la biografía de don García Gil Manrique (Garcigil que también
llaman los historiadores, aunque él se firmaba exclusivamente don García)
da para mucho, especialmente en los años finales de su vida, en los que
vivió una vertiginosa secuencia que parece sacada de una narración de
aventuras. Llegó, entre otras cosas, a ser Presidente de la Generalitat
de Catalunya, ahí donde le ven, un molinés del Pobo... Pero
vayamos por partes. Aunque muy posiblemente nacido en El Pobo (otros dicen
que en Molina ciudad, donde de seguro fue bautizado) en 1575, y tras pasar
los años de la infancia en el palacio solemne de sus padres, marchó a
Sigüenza a estudiar, y luego a Salamanca a hacerse doctor “en ambos
derechos” y en Teología, llegando a dar clase como profesor en la
dorada luz de Salamanca. Marchó luego a Roma, y allí ejerció como
abogado en la Curia vaticana. De 1609 a 1619. ¡Qué momento de
terciopelos y lámparas, de bravíos entablamentos y manieristas ventanas!
Tras de esos años romanos fue nombrado obispo auxiliar de Cuenca, con el
título de Obispo de Bizerta (una sede “in barbariae pars”, que es
como muchos empiezan). Fue entonces nombrado también inquisidor de
Zaragoza (los aragoneses pedían jerarquías de su tierra, y a don
Garcigil le dieron por aragonés sin más problema) y luego Fiscal Supremo
del Santo Oficio de la Inquisición, un terrible título que abría todas
las puertas. Esto en 1626. Pero
le duró poco el cargo, porque en 1627 fue promovido al de Obispo de
Gerona, y allí marchó. En el verano de ese año, pasó unos días en el
caserón de su hermano mayor, en El Pobo. Después el viaje, tomando
posesión de su mitra y haciendo entrada solemne el 5 de febrero de 1628.
A poco de llegar, tuvo que intervenir en un pleito entre el Cabildo
catedralicio y la parroquia de San Félix, fallando a favor de los
parroquianos, lo que cayó tan bien entre la población, que, como sin
quererlo, entró en política: le hicieron diputado de la Generalitat de
Catalunya, y enseguida Secretario de la misma. En
1632, don Garcigil fue elegido por todos los diputados como “Presidente
de la Generalitat de Catalunya”, y corriendo parejas su carrera política
con la eclesiástica, al año siguiente de 1633 y por fallecimiento de su
anterior titular, fue nombrado Obispo de Barcelona. Tanta
sonrisa se iba a quebrar enseguida. La vida de Garcigil es expresión
certera de la “rueda de la Fortuna” que los poetas medievales se empeñaron
en recordarnos que existe, y que en ella todos estamos metidos. En sus
manos estalló la bombarda. En mayo de 1640 se inicia la revuelta del
Somatén, que es contestada por el levantamiento “dels segadors”. Y el
7 de junio se culmina la tragedia: el vierrey de Cataluña, duque de Santa
Coloma, es asesinado de varias estocadas en el pecho y en el vientre.
Felipe IV pone un sustituto (el duque de Cardona y Segorbe) que muere un
mes después (envenenado?). Así las cosas, y como si el destino estuviera
fraguando sus cifras inexorablemente desde mucho tiempo atrás, don
Garcigil es nombrado Virrey de Cataluña, del Rosellón y de la Cerdaña.
Jura su cargo el 3 de agosto, en la Catedral, y la Generalitat nombra
nuevo presidente, en la persona del Canónigo Clarís. ¿Lo estaba
esperando desde hacía tiempo? Un canónigo sustituyendo al obispo en el
cargo político más ansiado para un catalán. Sentencia la revuelta el
canónigo: dos semanas después entrega el país al rey de Francia. Don
Garcigil, delegado a todos los efectos de la monarquía hispánica en
Cataluña, recibe órdenes de Madrid de que use la fuerza y el ejército.
Pero Garcigil es un clérigo, y no quiere ser el protagonista y director
de una guerra. Se niega, es destituido y relevado por el marqués de los Vélez.
La Generalitat no acepta al nuevo, quieren que siga siendo Virrey su
Obispo molinés... el caso es que nuestro personaje cae gravemente enfermo
(no es para menos...) y en 1642 la situación estalla definitivamente: el
Virrey en Cataluña del Rey de Francia le destituye y le expulsa. Y don
Garcigil, sin entrar en mayores, sale de Barcelona y regresa.... al Pobo
de Dueñas. Entre su Pobo y Madrid anduvo, siempre muy querido, y él
triste de ver a su querida Cataluña sumida en una terrible “guerra de
independencia” que solo causó tristezas y muertes. Don
Garcigil Manrique Maldonado murió en 1651 y fue llevado, ya muerto, a
enterrar a la iglesia de El Pobo, donde él había dispuesto
testamentariamente que se colocara su cuerpo bajo un mausoleo en el que
apareciera su imagen tallada en piedra revestida de sus atributos
sacerdotales y episcopales. Así se hizo, y hoy quien vaya podrá así
verlo. En
1919 fue Ricardo de Orueta, uno de los más destacados historiadores del
arte español, quien en su libro de “La Escultura Funeraria Española”
dedicado a las provincias de Cuenca, Ciudad Real y Guadalajara, da noticia
y describe el enterramiento de don Garcigil en El Pobo. Dice así Orueta: Se encuentra colocado este sepulcro en el muro
frontal de la capilla de Santa Ana, en la nave de la Epístola. La
estatua, que tiene una longitud de dos metros, ha sido tan bárbaramente
repintada hace pocos años, con tal profusión de purpurina barata y malos
colores al óleo, y empleados con tan poca discreción y tan mal arte, que
la han convertido en un triste mamarracho incapaz de producir más que
risa, si no indignación y tristeza. Sin esos repintes tal vez fuera una
estatua aceptable entre lo vulgar y corriente en el siglo XVII, con un
marcado sello de fábrica e industrialismo, pero sin llamar tampoco la
atención. Bibliografía: [Volver a Alcarrians Distinguished - Main Page] © Panel mantenido por A. Herrera Casado - Guadalajara |