Valdelcubo en el corazón

Este es el Prólogo que he escrito para poner al frente de este libro sobre Valdelcubo, y parece ser que ha gustado. Está escrito con el corazón, fundamentalmente, porque el amor al pueblo lo pone el autor, y los protagonistas del libro. Es una obra coral, emocionante y llena de pálpitos, un libro que da fe de la valentía que queda entre las gentes del altiplano (de Sigüenza, de Atienza, de Molina…) de su entusiasmo, de sus ganas de seguir en la brecha.

Prólogo

En este momento, hay gente (aunque no lo parezca) que está planificando el futuro. En España, tenemos rumbo puesto a lo que se lama “Agenda 2030”, que es un conjunto de medidas elaboradas en las alturas del mundo, allá por la ONU y sus etcéteras, en las que se incluyen medidas -todas utópicas y buenistas- para erradicar la pobreza, establecer la justicia y esas anheladas metas que a todos nos parecen buenas, por justas. Pero en esa Agenda 2030 hay algo que me inquieta, y son muy pocas referencias al mundo rural, a los pueblos, al campo… mientras que en ella entra (de forma solapada y sin nombrarse) la fórmula matemática de “Más ciudad” para todo, de tal modo que llegará un día, no sé cuando, porque además no lo veré, en que la mayor parte de a población del mundo vivirá en las ciudades, o en sus entornos.

Decia Virgilio, el poeta rural latino, “¡Feliz aquel que conoce a los dioses campestres!” porque podría tener con ellos conversación y trato. No es nada fácil. Hoy en la ciudad no vemos dioses, como no sean algunos que salen en la televisión, ni vemos apenas a gente del campo. Como no sea las que pululan en torno al “campo de fútbol”. Todo se va en conciertos, en famoseos, en mítines, en kedadas, en manifestaciones… todo en las avenidas, en las grandes plazas.

Y al campo hay que darle vida, darle oxígeno. Eso es lo que hace este libro de Miguel Ruiz Pérez. Quien lo escribe desde Valdelcubo, su pueblo natal, y pone de protagonistas a las gentes que viven, o han vivido, en ese pueblo de la serranía seguntina, lejos de todo, en el silencio honrado de las vidas duras, intensas, productivas. Aquí desgrana el autor, de su mano o desde la boca de sus amigos y vecinos, historias mínimas que al final hacen un coro denso que desgrana y describe la vida campestre.

Aquí se habla de escuelas, de médicos, de curas, de músicos, de fiestas, de mozas, de nublos, de cosechas… Por aquí pululan los dioses campestres de Virgilio, con el ingenio y la sorpresa por ingredientes señalados: La historia de los descalabros leerás, junto a la historia de Ceferina y Frutos (una truculencia que daría para todo un libro, y que él pone en un par de páginas) los sucedidos de “la cabra, la chota y la máquina de fideos”, con recuerdos de veraneos, y nostalgias de emigraciones.

Miguel Ruiz es un hombre metódico, organizado, que no deja nada al azar. El libro es como una verbena de sucedidos, pero al final de leer todos sus tramos, y de saber lo que le ocurrió a la “oveja que va y que viene” o de saber cómo se recibió en el pueblo la noticia de que se cerraba la escuela, uno se percata que todo tiene una unidad, la de Valdelcubo, un extremo del mundo en el que suenan las campanas y la gente sigue enamorándose. Por eso saludo este rimero de páginas en forma de libro, y animo al lector a que no lo deje hasta que se le acaben. Va a encontrar emocionantes historias, buenas gentes y espacios con corazón propio. Será una forma de salvar esta vida rural, este honorable aldeanismo que, al parecer, algunos quieren borrar del mapa, y así poco a poco, cuando falten estos Basilio, Vicenta, Paco y Teo que surgen en estas páginas, el silencio invada aquellas tierras altas en las que siguen balando las ovejas por los prados y murmurando entre las flores las abejas.

Lo importante es que por las calles de Valdelcubo sigue habiendo gente, sonando las guitarras, corriendo los niños. Aunque solo sea “a veces”. Ojalá vengan pronto “las voces”. Y aquellos recupere su latido, para siempre.

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