El palacio de la Condesa de la Vega del Pozo en Guadalajara
Presidiendo una recoleta plaza del centro histórico de la ciudad (la plaza de Beladíez, en la parte trasera del palacio de la Diputación Provincial) vemos hoy reconvertido en Colegio de los Hermanos Maristas, un enorme palacio con características arquitectónicas singulares, que ha formado parte, durante los tres últimos siglos, de la historia de la ciudad.
Siempre fue la Meca de la riqueza, del extraño poder, la corporeización de otro mundo al que nadie más podía acceder, en Guadalajara, si no era por unas horas, con motivo de un agasajo, de un fasto, de un homenaje a la señora. Doña María Diega Desmaissières, siempre viajando por Europa, cuando no en Bélgica estaba en Dicastillo, en Navarra, o en Burdeos, o en Madrid, de vez en cuando recalaba en Guadalajara, y al palacio de sus mayores se aficionaba cada vez más, hasta el punto de que a finales del siglo XIX mandó a su personal arquitecto, que era también uno de los más afamados de España, don Ricardo Velázquez Bosco, que le reformara, que le añadiera, que le pusiera los últimos adelantos y las mejores puntas de belleza.
El origen de este palacio ciudadano debe remontarse al siglo XVII. Ocupaba toda una manzana frente al convento de las Carmelitas de Arriba, y llegaba por detrás de la iglesia de San Ginés, actual palacio de la Diputación. Con arreglos progresivos que fueron tapando los agujeros de su vetustez, no fue hasta 1877 que doña Diega acometió la reforma total, de la que hoy vemos sus mejores huellas.
El edificio lleva cimientos de piedra caliza de sillares, grandes, y el resto de la fábrica es de ladrillo “recocho” guarnecido, decorado en todas las fachadas con mortero y la ornamentación profusa de escayola. Su superficie alcanza los 1.500 metros cuadrados, y la finca 10.200 m2. En sus orígenes fue aún más grande. Pues una gran parte de esa parcela, hoy convertidos en patios de recreo y deportes, lo ocupaba el grande y mítico jardín de la Condesa, con una superficie de 4.375 m2, de los que solo quedan los dos grandes cedros del Líbano. En el estudio de Pérez Arribas, prima el interés de los diversos planos de este conjunto palaciego y sus jardines, que él ha descubierto en el Archivo Municipal de Guadalajara.
Auque no es fácil entrar al palacio que fue de la Condesa de la Vega del Pozo, pues está dedicado hoy a las tareas de enseñanza con los Hermanos Maristas, sí que puede intentarse admirar su contenido, y su continente. Sobre la puerta de entrada, qué menos que admirar el gran escudo blanco que ofrece las armerías de los Desmaissières y López de Dicastillo. Completa aparece esa heráldica del XIX español, y a todo color, en los mosaicos que adornan muros y bóvedas del Panteón de la Condesa en el terreno de las Adoratrices. Aquí, en la calle Pedro Pascual, sobre el balcón principal de su casa, como acogidas por una ángel protector, las armas de la señora.
Luego las terrazas, el pabellón semicircular, la torre incluso de San Sebastián, que nace desde la espléndida portada hoy ciega donde el santo asaeteado entrega al viandante su grano de arte simbolista de comienzos del siglo pasado. La torre imita un elemento románico, y desde su altura se contemplan la ciudad entera, la Campiña del Henares, las lejanas sierras azules.
El patio principal, ha sido muy bien tratado. Es enorme, tiene 144 metros cuadrados con 16 columnas, y desde él se pasaban a los salones de la señora, por una parte, y a las cocinas y se bajaba a las cuevas del subsuelo. El libro de don Andrés Pérez Arribas va detallando, con toda minuciosidad, cómo era este palacio en los inicios del siglo XX, con su ascensor que entonces causaba admiración, con sus grandes cocheras, sus paseos bajo la penumbra de copudos árboles, los espacios de charla, de frescor y los salones ricamente decorados de pinturas, velones y alfombras.
La casa de la Condesa quedó vacía cuando murió en Burdeos, en 1916. Sin herederos declarados, muchos de los bienes de esta aristócrata pasaron en Guadalajara a la casa de los marqueses de Casa-Valdés. Este edificio concretamente lo heredó don José Valdés Mathié, y en1940 lo heredó su hijo Félix Juan Valdés y Armada, quien en 1961 se lo vendió libre de cargas a la Comunidad de Hermanos Maristas, para poner Colegio en él, por la cantidad de 3.700.000 pesetas. En el libro que sobre este edificio escribió don Andrés Pérez Arribas, aparecen al detalle narradas las vicisitudes de esta compra, las autorizaciones para iniciar los estudios, y el ideario de los Hermanos, con detalles muy curiosos y seguro que llenos de nostalgia para cuantos han estudiado en sus aulas durante los últimos cuarenta años, que se dice pronto.
En resumen, una oportunidad de contemplar y evocar este edificio que marca una época, por su arquitectura y su historia, en la ciudad, que le sigue teniendo por faro de belleza y pináculos, aunque su memoria quede diluida un tanto en las prisas del centro, en el quehacer urgente de cada día. No está de más pararse un momento a contemplarlo, a saborear su perfil de amenidad francesa, de blanca mirada intemporal y cierta.