Convento de San Francisco

Sobre una eminencia del terreno, al nordeste de la ciudad, y fuera ya de sus antiguas murallas, se alza el convento de San Francisco, hoy englobado en el conjunto de edificios militares y colonia de viviendas al que se denomina genéricamente fuerte de San Francisco.

El origen de este monasterio es muy remoto, pues al parecer fue la reina doña Berenguela quien allí levantó casa para los Templarios, que tenían por misión la vigilancia de los caminos y protección de los peregrinos. Al disolverse esta Orden, en 1330, las infantas Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV y señoras de Guadalajara, donaron este lugar a los frailes franciscanos, que inmediatamente se asentaron en este lugar, recibiendo múltiples ayudas por parte de la ciudad: el Concejo, incluso, les concedió una limosna anual que sacaban de la renta de la harina.

Las ayudas de la familia Mendoza se dirigieron muy especialmente a este monasterio desde el siglo XIV: ya en 1383, cuando don Pedro González de Mendoza hizo su testamento, fundó cuatro capellanías y dio cantidades importantes para las obras del claustro de San Francisco, ordenando ser enterrado en su iglesia. Cuando en 1395 un incendio destruyó totalmente el cenobio, don Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de Castilla, se comprometió a levantarlo de nuevo. Fue este aristócrata quien tomó el patronazgo de la capilla mayor, disponiendo ser enterrado, al igual que los herederos de su mayorazgo, en el presbiterio. Su hijo, el gran cardenal don Pedro González de Mendoza, construyó la iglesia y puso un retablo gótico, obra del artista pintor de Guadalajara Antonio del Rincón. Los restos de este retablo se conservan hoy, en tablas sueltas, en el Ayuntamiento de la ciudad.

La familia mendocina continuó ayudando al convento franciscano: doña Ana, sexta duquesa del Infantado, puso nuevo retablo, y don Juan de Dios de Mendoza y Silva, décimo duque, construyó bajo el presbiterio el panteón de restos mortales de sus antepasados, cometiendo el gran error de desmontar los magníficos enterramientos góticos que hacían de la capilla mayor de este templo un auténtico santuario del arte de la Edad Media, y de los que no queda descripción ni recuerdo.

Otras muchas ilustres familias arriacenses protegieron este cenobio, entre ellas las de los Gómez de Ciudad Real, los Orozco, los Avalos, Velázquez, Velasco y Castañeda, quienes dotaron las capillas laterales del templo, poniendo en ellas ricos altares y enterramientos.

En cuanto a su importancia dentro de la orden seráfica, podemos asegurar que ésta fue muy grande: en el siglo XVI lo ocupaban más de 70 frailes, siendo sus rectores figuras de la talla de fray Bernardino de Torrijos, y manteniendo una escuela de Arte y Filosofía Moral de la que salieron importantes figuras, entre ellas la de fray Antonio de Córdoba, que allí escribió en el siglo XVI una obra sobre Suma de casos de conciencia.

Durante la guerra de la Independencia fue totalmente saqueado y destrozado por los franceses. En 1835 la ley desamortizadora de Mendizábal le dejó vacío, y en 1841 le fue entregado al Ministerio de la Guerra, que hasta hoy lo ocupa, habiendo creado en su torno un centro de formación técnica y una colonia residencial que constituye un curioso ejemplo de urbanismo decimonónico.

Del antiguo monasterio franciscano queda hoy una gran portada neoclásica, que da acceso a un edificio del que se conserva, retocado, parte del antiguo claustro renacentista. Y la iglesia, cuyo exterior presenta una fachada y torre modernas, construidas en este siglo imitando las líneas góticas, y un cuerpo gigantesco, de muros lisos que sustentan gruesos contrafuertes de mampostería, y ventanales apuntados en lo más alto.

Al interior, de nave única y capilla absidal, sorprende lo elevado de sus techumbres y lo bello de sus proporciones. Consta la nave de seis tramos: el primero, a los pies, cubierto por coro alto que se sustenta en una magnífica bóveda de crucería, con arco rebajado y atrevido; luego otros cuatro tramos idénticos, en los que se abren a cada lado sendas capillas, a través de arcos apuntados, moldurados, que apoyan en haces de columnas adosadas rematadas en collarines de vegetales exornos. Estas capillas se cubren de bóvedas de crucería. Y entre uno y otro arco de acceso a estas capillas, se adosan al muro de la nave altísimas pilastras recubiertas de haces de columnillas semicilíndricas, con basas de tipo gótico, y remate en collarines vegetales, de los que arrancan las nervadas bóvedas. El ábside también se cubre de esta manera. En lo alto de los muros se abren ventanas de apuntado arco, algunas de ellas con parteluces y calados ojivales. Su aspecto es severamente gótico, y su constructor fue, según probanza documental, el cardenal de España don Pedro González de Mendoza. Muros y capillas están totalmente vacíos de decoración.

Bajo el ábside se encuentra el ostentoso panteón ducal de la casa del Infantado, que mandó construir el décimo duque, don Juan de Dios de Mendoza y Silva, y cuyas obras corrieron a cargo de los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña, quienes lo construyeron entre 1696 y 1728, a imitación del que Crescenzi había trazado para el Escorial. Se accede a este panteón por escalera que surge de la pared de la epístola en el ábside del templo, que se encuentra en un rellano con la que viene desde el exterior a través de una puerta abierta en el muro tras la cabecera de la iglesia. Es de planta elíptica, convertida en poligonal mediante aplanadas pilastras; una bóveda rebajada, dividida en plementos y ornamentada con decoración vegetal, en relieve, descansa sobre el friso directamente. En las paredes se colocan, unas sobre otras, las urnas sepulcrales de los Mendoza, de traza similar a las reales de El Escorial. Paredes y suelo se tapizan de mármol rosa y negro, procurando al recinto una sobrecargada belleza barroca. La invasión francesa, y otras agresiones y abandonos, dan hoy a este monumento un aspecto desolador.

En 1859 se trasladaron a Pastrana, a su iglesia Colegiata, en varias urnas, los restos de algunos Mendoza ilustres, entre ellos se cree que los del primer marqués de Santillana, aunque es difícil asegurarlo tras haber sido derramados y confundidos los restos de esta familia, en 1813, sobre el pavimento de este enclave, que se completa con una pequeña capilla de elevada cúpula apuntada, cuya espalda se cubre al exterior con ostentosa fachada manierista de blanca piedra sillar.