Monsalud en la Radio

Esta mañana me han llamado de Radio Nacional de España, y me han preguntado por el Monasterio cisterciense de Monsalud, en la Alcarria. No me han dado mucho tiempo para explicarme, pero algunas notas de su memoria he podido desgravar por el micrófono. Se acordaban, a propósito, del “Viaje a la Alcarria” de Camilo José Cela, en 1946, cuando pasó junto a sus ruinas y de ese paso quedaron estas frases: “Por Córcoles, el grupillo pasa entre los muros, cubiertos por la yedra, de un convento en ruinas, rodeado de olmos y de nogueras. En el claustro abandonado pacen dos docenas de ovejas negras. Cuatro o seis cabras negras trepan por los muros deshechos, aún milagrosamente en pie, y una nube de cuervos, negros también, como es natural, devoran entre graznidos la carroña de un burro muerto y con los ojos abiertos y el cuerpo hinchado al sol”. Marina Castaño, viuda del escritor y Premio Nobel, también ha estado en las ondas, en ese momento, aunque ella no recordaba el monasterio. Qué larga vida, que muerte larga, la de esta abadía cisterciense. Forma parte, ya de forma indisoluble con el paisaje, del patrimonio cultural de la Alcarria.

Aquí recuerdo en resumen la historia y la presencia de este edificio, de esta institución. Que deberíamos poner en el proyecto de viaje de cualquiera que aún piense en echarse a los caminos de nuestra provincia.

Monsalud en Córcoles fue uno de los más importantes monasterios cistercienses de toda Castilla. Su origen, casi perdido en las remotas nebulosidades del Medievo, le sitúa en el siglo XII, aunque se hace difícil concretar el momento exacto de su fundación. Aunque hoy vemos su solemne esqueleto, sus ruinas bellas y románticas, asentando junto al arroyo que desde las alturas alcarreñas de Casasana bajan hasta el valle del Guadiela, parece que su primitiva fundación tuvo lugar algo más al norte, concretamente en la orilla derecha del río Tajo, en el término de Auñón, en la heredad de Villafranca donde hoy se levanta la ermita de Nuestra Señora del Madroñal, más o menos. Eso fue en 1138, y se debió dicha fundación al propio rey de Castilla, Alfonso VII, quien con sus reales manos, según nos dice el historiador del cenobio -el padre Cartes-, puso la primera piedra del mismo.

Pero enseguida, en 1140, la fundación se trasladará al término de Córcoles, donde hoy la vemos. Cedió terrenos para ello don Juan de Treves, un poderoso canónigo de la catedral toledana, afecto al rey, y que tenía ya por entonces el título de arcediano de Huete. Desde ese momento, y con un grupo de frailes cistercienses venidos de la abadía de Scala Dei, fue levantándose Monsalud, que venía a ocupar, de todos modos, el lugar en el que asentaba una ermita muy venerada, dicen que en honor de la Virgen, pero que sin duda arrastraba anteriores cultos sanatorios de remoto origen pagano. En 1167, el referido arcediano Juan de Treves amplió su donación, entregando a la comunidad cisterciense de Monsalud la posesión total y el señorío completo de la aldea de Córcoles. Enseguida, el propio rey Alfonso VIII confirmaría esa donación, y él mismo, en 1169, señalaría los límites de su dominio abacial, que iba desde la orilla derecha del cercano río Guadiela, hasta los términos de Pareja, Sacedón y Alcocer. Dice la tradición que el monarca castellano, tras haber reconquistado en 1177 la ciudad de Cuenca a los moros, acudió a Monsalud, implorando a la Virgen remedio pues venía fatigado de graves tristezas y dolencias de corazón: solo con ser ungido con el aceite de sus lámparas desaparecieron esos problemas, y así se convirtió este milagro sobre el rey, en el primero de los que a lo largo de los siglos se sucedieron en este lugar.

La Orden de Calatrava, que siempre anduvo estrechamente relacionada con el Císter, al menos en sus primeros tiempos medievales, tuvo ciertos derechos sobre Monsalud desde 1174, por donación de Alfonso VIII. Concretamente, dos de sus maestres (Nuño Pérez de Quiñones y Sancho de Fontova) estuvieron enterrados en su claustro, y aun se ven en él la lápida que los recuerdan. Además, en varios lugares de las actuales ruinas se ve pintada la roja cruz floreteada de la Orden calatrava.

Además del fundador y del conquistador de Cuenca, muchos otros reyes hicieron donaciones a Monsalud. En una Bula de Inocencio IV, fechada en 1250, se mencionan las propiedades del monasterio, que estaban todas en la región alcarreña, y que eran, entre otras, las siguientes: la heredad de Villaverde, en Castejón; las de Ulmera y Buenafuente; en Alocén poseían una finca, luego conocida como Alocenejo; en Auñón continuaban poseyendo el territorio de Villa­franca, junto al Tajo. Don Enrique III les donó 20 cahíces de sal de sus salinas de Atienza. Y sucesivos monarcas fueron confirmando las mercedes y donaciones de sus antecesores.

Según la regla del patriarca San Benito, el cargo de abad en los monasterios medievales era perpetuo: desde la fecha de su elección, a la de su muerte. Los cistercienses conservaron esta costumbre hasta que en 1425, fray Martín de Vargas reformó el Císter en Castilla, y adoptó el sistema trienal de abadías. En Monsalud no se llegó a adoptar, por las causas que luego veremos, hasta el segundo cuarto del siglo XVI.

El primer abad de Monsalud fue Fortún Donato, que según la leyenda era discípulo de San Bernardo, quien primero le mandó a Scala Dei, y luego a Monsalud. Le sucedió don Raymundo, que junto a él y al siguiente abad, don Bueno Emeylino, constituyeron el trío fundador de este cenobio. Seguramente eran los tres de nacionalidad francesa. Hacia la mitad del siglo XIV, era abad don Arnaldo de Pomares, y otros muchos que siguieron en el alto puesto nos muestran, con sus nombres, la gran cantidad de monjes franceses y extranjeros que en aquellos siglos vinieron a infundir una llama de recia espiritualidad y conservada cultura a la excesivamente guerrera sociedad de Castilla: Nicolás, Pedro, Willielmo, Gaufrido, Eusebio, Hugón Peregrino, Othon, Federico… el siglo XV viene, en cambio, de la mano de un español, don Martín de Medina, que inaugura ya la lista de abades pen­insulares. A don Esteban de Almoguera, que en 1475 ocupaba el cargo, le sucedió don Gabriel Condulmario, arcediano de Alarcón, que exhibió con gran alarde su neta condición de «enchufado», pues por Monsalud no apa­reció para otra cosa que cobrar anualmente su pensión de 300 escudos. Desde entonces cayó el cargo abacial de tan antigua y linajuda casa en manos de despreocupados monjes que sólo atendieron a su riqueza personal, lle­vando al monasterio a un estado deplorable de abandono e indolencia: el Papa Alejandro VI dio, en 1500, la abadía de Monsalud a fray Luis Cas­tellón; y se la dio en categoría de encomienda. El monasterio pagaba (desde la época de Condulmario) cierta cantidad al Papado, que a su vez tenía derecho a nombrar abad entre los que más intrigaban para ello. En 1503 ostentó el cargo fray Bernardo de Alcocer, bachiller en Teología y monje de la casa, que dio a su villa natal los términos de Valjuncoso, Montelaosa y Montellano, propiedad del monasterio, por un censo de 150 maravedises al año. Fue el último de los abades perpetuos, y murió en 1527.

Fue entonces cuando vio Monsalud su hora de la Reforma que desde tiempo atrás ya habían adoptado muchos otros monasterios de la Orden, y que no hacía sino amoldarse a las normas enérgicas de fray Francisco Ximé­nez de Cisneros. El 5 de enero de 1538 llegaron a las puertas del cenobio alcarreño fray Ignacio de Collantes, abad de Huerta, y fray Cristóbal Orozco, abad de Ovila, con el corregidor de Cuenca, para que se entregara el monas­terio a la Observancia de Castilla. Los claustrales cistercienses que lo habi­taban opusieron tenaz resistencia al cambio, que habría de acabar con sus prerrogativas de vida disipada y libre, pero el corregidor se valió de la fuerza, poniendo Monsalud en posesión de los abades antedichos, en nom­bre de la suprema autoridad de fray Ambrosio de Guevara, a la sazón Ge­neral Reformador del Císter en España. Este puso el monasterio en la admi­nistración de Cristóbal de Cueto, vecino de Córcoles. Catorce meses después pasó a administrarlo Juan de Salvatierra, y luego de 10 meses, fue nom­brado abad‑presidente fray Rafael Guerra, a quien sucedió, en 1540, fray Bernardo Barrantes. Entre los dos tuvieron que hacer el Coro alto, comprar el órgano, ornamentos y otros objetos de culto divino, pues nada se halló, aún de lo más forçoso, a causa del sumo descuido de los Claustrales.

Fray Bernardo Barrantes alcanzó en 1546 el abadiato de Santa María

de Huerta, uno de los más importantes de la orden bernarda. En Monsalud fue sustituído por un hermano suyo (gallego, como él) y los  dos labraron la restauración del convento, pues en siete años que le gobernaron, le dejaron libre de pensiones y aumentado de rentas; y en lo espiritual, ador­nado de ricos ternos, frontales, capas de Coro, casullas, reliquias, jubileos e indulgencias, restituyendo en algo aquella primera magnitud que le dieron sus gloriosos fundadores. En 1549, y por Bula de Julio III, se unió Mon­salud a la Congregación de Castilla, perteneciendo a esa época y coyuntura el escudo labrado en piedra que todavía hoy corona la puerta occidental de acceso al cenobio. El primero de los abades trienales que, por esta unión, correspondía elegir, fue fray Alonso de Granada, quien tomó posesión en 1550. Una larga lista de abades nos ha sido legada, y entre ellos los nom­bres de aquellos restauradores meritísimos del caído esplendor de Monsalud.

A esta segunda mitad del siglo XVI se deben, pues, la mayor parte de las obras que hicieron casa grande y meta de peregrinaciones al cenobio alcarre­ño. Dos de estos abades, fray Bernabé de Benavides y fray Ambrosio López, llegaron a Generales de la Orden Bernarda, en 1596 y 1599 respectivamente. Esto da una idea de la importancia que alcanzó Monsalud en aquella epoca.

Después, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, toda la vida del cenobio continuó girando en torno a la ferviente devoción de la región y aún de muchas gentes de tierras lejanas por Nuestra Señora de Monsalud, imagen muy milagrosa y abogada, entre otras cosas, contra la rabia, afliciones y me­lancolías de corazón, endemoniados y mal de ojo. Lentamente fue per­diendo frailes, bienes e importancia. Y en 1835 fue, junto con muchas otras instituciones religiosas alcarreñas, incluído en las leyes desamortizadoras de Mendizábal, y clausurado.

Desde entonces, la ruina se ha ido instalando entre sus muros, aunque en los últimos años, con la actuación sobre el edificio de un Taller de Restauración promovido por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, se ha conseguido detener su deterioro, e incluso arreglar algunos de sus más importantes elementos, por lo que la visita turística puede hacerse hoy con toda comodidad y sin peligro.

El edificio

El conjunto monasterial de Monsalud es, sin duda, y a pesar de su estado ruinoso, el más completo y espectacular de los monasterios medievales de la tierra alcarreña. Pueden admirarse hoy en día, aunque sean fragmentadas ó hundidas, todas las estructuras arquitectónicas que le componían, y que le hacen paradigmático de un modo de vida monacal ya hundido en el recuerdo.

El conjunto se encuentra rodeado de una amplia cerca de piedra en forma de sillarejo, con algunos garitones esquineros. Circuía el recinto monasterial y su huerta. La primera de las edificaciones que nos encontramos al llegar es la portería, monumental capilla construída en el siglo XVII en la que destaca el gran vano de su entrada, bajo arco semicircular escoltado por dos pares de columnas adosadas, en cuyos intercolumnios existen vacías hornacinas. Un frontis lo remata, en el que aparecen talladas en la piedra caliza las figuras de San Benito y San Bernardo, escoltando otra hornacina vacía, y teniendo por superior adorno un frontón triangular en el que aparece el Padre Eterno en su clásica representación de viejo barbado que sostiene en una mano el globo terráqueo y con la otra bendice.

A continuación podemos visitar la iglesia. Se sitúa al sur del claustro, lo cual es justamente lo contrario de lo habitual en los monasterios medievales. Es curioso constatar cómo la planta de este cenobio alcarreño parece un reflejo especular de las habituales plantas monasteriales. Quizás se construyó así para aprovechar la forma del terreno. El caso es que la iglesia, majestuosa todavía a pesar de su fragmentaria conservación, ofrece el aspecto contundente de la arquitectura románica de transición, modulada por las ideas estéticas del Císter. Su construcción es de finales del siglo XII ó comienzos del XIII, aunque la inicial estructura románica, que se retrata en las cubiertas abovedadas de los ábsides, se levantó luego en las naves y en el ábside central, quedando en unas proporciones esbeltas y airosas. Tiene el templo tres naves, más alta la central, con dos tramos cada una, y un amplio crucero, rematando en cabecera con tres ábsides, estructura clásica de los templos monasteriales masculinos, en los que debían aprovechar al menos tres monjes a decir la misa al mismo tiempo.

Muros de fuerte sillería, pilastras sobre las que apoyan las bóvedas de crucería, crucero cubierto de lo mismo, y ábsides que ofrecen parte anterior de planta cuadrada, y posterior de limpio trazado semicircular, con ventanales estrechos y alargados. Al exterior se comprueba que los ábsides están en dos niveles, más alto el central, apoyados sus tejados en cornisa formada por múltiples modillones de roleos.

La portada de acceso al templo se coloca en su muro de poniente. Es de arco rebajado, con decoración de bolas, propia de finales del XV o incluso posterior. Desde la huerta se accedía al templo por otra puerta abierta en el muro sur del crucero. Esta es una bella portada de pleno sabor románico, con profunda bocina en la que caben varios arcos semicirculares adornados de baquetones simples y apoyados en capiteles de decoración vegetal.

En el límite entre nervaturas de las bóvedas y columnas adosadas a los pilares y muros del templo, aparece una amplia colección de capiteles románicos, en los que toda la decoración se hace a base de elementos vegetales y geométricos, muy bellos, muy de sabor cisterciense.

Desde el brazo norte del crucero se sale de la iglesia hacia un pasedizo que lleva, en dirección este, a la sacristía, y en dirección oeste, al claustro. Este claustro conserva todavía tres de sus pandas cubiertas, concretamente las del norte, oeste y sur. Aunque fue construído en la segunda mitad del siglo XVI, ofrece una estructura de pleno sabor gótico. Fuertes machones sujetan al exterior las bóvedas de complicadas formas estrelladas.

Sobre el costado oriental de este claustro se abre la gran Sala Capitular, uno de los espacios más bellos y evocadores de Monsalud. Se abre a lo que sería corredor claustral (hoy al patio directamente) a través de un alto arco apuntado, y se escolta de dos ventanales del mismo estilo, en cuyos basamentos se ven los huecos de los enterramientos de dos maestres calatravos. El interior es un espacio de dos naves divididas en tres tramos, por medio de dos columnas centrales a partir de las cuales, y desde sus grandes capiteles de tema vegetal, se alzan las bóvedas de complicada crucería. Aunque reproduciendo la estructura original del siglo XII-XIII, en mi opinión esta estancia capitular es obra del siglo XVI, reconstruida al mismo tiempo que el claustro.

Hacia el norte se prolonga el monasterio con estancias diversas: el refectorio, la celda abacial, y en un segundo piso, sobre la sala capitular, el dormitorio de novicios, desde el que se abría una puerta que viene a dar en un coro sobre el brazo norte del crucero.

Aún debe contemplarse la portada principal del cenobio, en estilo renacentista, muy deteriorada, rematada con el escudo heráldico de la Congregación Cisterciense de Castilla. A través de esa puerta, y cruzando un zaguán de bella bóveda estrellada, se pasaba a las laterales dependencias de la Hospedería, o de frente se entraba al claustro.

También se conserva, y es curiosa de visitar, la gran bodega monasterial, abierta en el patio al norte del conjunto, bajando por una rampa a un espacio central del que, en forma radiada, surgen las diversas galerías con los huecos reservados a las grandes tinajas.